jueves, 8 de junio de 2017

Desenmascaramiento: Carácter moral

 

PRIMERA  REFLEXIÓN:

                                                        

Desenmascaramiento: Carácter moral








           En los días siguientes nuestro personaje había comenzado a atravesar una etapa terrible de crisis personal. No hallaba tranquilidad consigo mismo. No encontraba un verdadero punto de referencia para apoyarse, ni en quien confiarse para desahogar su situación. Por otra parte, tampoco era el tipo de persona que se abría con facilidad sobre sus asuntos persona­les. Más bien, era muy reservado y prefería sufrir internamen­te. Contaba, sin embargo, con un elemento muy positivo a su favor que era el de ser sensible interiormente y de estar abierto a la verdad. Así ya tenía el elemento principal en una persona en búsqueda de más.
           
            Ya sabía que se había equivocado. Y aquí comenzaba su lucha interior.
            Dice el sabio adagio que «se recoge lo que se siembra». Y por más vuelta que le demos a las causas y circunstancias de nuestra vida pasada para pretender presentarlas diversas de como en verdad son, descubriremos, sin lugar a dudas, que se cumple cabalmente la filosofía del adagio. Si hemos sembrado el bien no podemos recoger lo contrario. Así que por mil excusas que le buscaba a su situación no tenía más alternativa que reconocer que estaba disfrutando de su propia cosecha según lo que había sembrado. No quería entrar en detalles para especificar su situación concreta, pues, Dios la sabía, y él mismo. No le interesaba que terceros la supieran porque ¿le ayudarían o harían que su historia fuera diferente de lo que era? No pasarían más allá de sentir lástima o compasión o vergüenza por él. Y nada de eso le iba a ayudar, sino que, más bien, le llevaría a sentirse más culpable de lo que realmente se sentía. Y ya era suficiente el continuo reproche de conciencia que le robaba la paz, la tranquilidad y las ganas de vivir. No era justo más sufrimientos.
            Por lo pronto, sólo tenía que reconocer, que era muy cierta y válida la enseñanza del evangelio de que: «Nadie enciende una lámpara y la cubre con una vasija, o la pone debajo de un lecho, sino que la pone sobre un candele­ro, para que los que entren vean la luz. Pues nada hay oculto que no quede manifies­to, y nada secreto que no venga a ser conocido y descubierto. Mirad, pues, cómo oís; porque al que tenga, se le dará; y al que no tenga, aun lo que crea tener se le quitará. », (Lc. 8, 16-18).
            Realidad que en estos precisos momentos se estaba cumplien­do en él. Porque, por mucha astucia que él había creído tener, y creía gozarse de la estupidez de los demás; ahora, precisamente, se le estaba volteando la moneda y se había desenmascarado la verdad; porque él era el verdaderamente tonto. Porque no es astuto quien no prevé las consecuencias de sus acciones sino quien quiere sacar partido de todo, sin mirar más allá de sus mezquinas fronteras diarias. Y creyendo ser demasiado afortunado de la vida por tantas bondades y plácemes inmediatos se deja enredar en los mortales hilos de la lisonja. Bien ya lo ha comunicado la misma palabra de Dios: el que desprecia las cosas pequeñas, poco a poco caerá... Presentes y regalos ciegan los ojos de los sabios, como bozal en boca ahogan los repro­ches. (E­clo. 19, 1; 20, 29). Porque, no hay duda, que como necio se solía decir para sus adentros, muy lleno de sí mismo y de su propia ruina y destrucción, de la que se jactaba, sin saber que se estaba creando su tumba. Así, decía, según la mentalidad del libro del Eclesiástico: « ¿Quién me ve?; la oscuridad me envuelve, las paredes me encubren, nadie me ve, ¿qué he de temer?; el Altísimo no se acordará de mis pecados», (Eclo. 23, 18).
            Y, como si fuera poco, hacía aparentar todas sus acciones como normales. Nada le turbaba, ni el más horrendo desacierto, pues no tenía conciencia de errar ni en lo más mínimo. Y éste fue precisamente su gran equivocación, ya que de incomodarse al comienzo por una mala acción, y de repetirse, sin consecuencias, se fue convirtiendo como algo sin malicia, ni mala intención, como de hecho estaba convencido de actuar. Pues de eso sí estaba plenamente convencido: de no dañar en absoluto a nadie, ni de escandalizar a nadie. Cosa que era, precisamente, todo lo contrario. Ya que todos se percataban de su falla y se la hacían pasar sin dar mayores preocupaciones aparentes, por supuesto, pues no existía por lo menos uno que después no le sacara en cara su error. Precisamente, esos mismos que le consentían y hasta le halagaban de lo que hacía, se le convirtieron en sus propios jueces encarnecidos y voraces sin más objetivos que el eliminarlo moralmente. Por lo menos, así le veía y sentía.
            Porque, no se debe negar, por otra parte, que si no le hubiesen acusado y no le hubiesen desenmascarado, como lo hiciera el profeta Natán, hubiera continuado en sus andanzas, con toda la tranquilidad, por considerar que no actuaba mal, ni en lo más mínimo. Al menos, no tenía conciencia de ello y mucho menos de pecado.
            Pero ya bien lo dice la parte del evangelio citada anteriormente: «nada hay oculto que no quede manifies­to, y nada secreto que no venga a ser conocido y descubierto. », (Luc. 8, 16). Él que se hinchaba de su astucia y de su sagacidad y se olvidaba de la sabiduría divina, como reza en el libro sagrado: «lo que teme son los ojos de los hombres; no sabe que los ojos del Señor son diez mil veces más brillan­tes que el sol, que observan todos los caminos de los hombres y penetran los rincones más ocultos. Antes de ser creadas, todas las cosas le eran conoci­das, y todavía lo son después de acaba­das. En las plazas de la ciudad será éste castiga­do, será apresado donde menos lo espera­ba», (Eclo. 23, 19-21).
            Nada había sido peor para él, para su mayor desconsuelo, que la aplicación de la segunda parte de la sentencia evangélica de Lucas, de: «Mirad, pues, cómo oís; porque al que tenga, se le dará; y al que no tenga, aun lo que crea tener se le quitará.», (Lc. 8, 18). Pues se le había olvidado de lo que tenía, y, a duras penas, conservaba, por pura misericordia de Dios, era un regalo suyo y un don, sin mérito de su parte, pero al que debía corresponder con la mayor fidelidad posible por haber respondi­do con libertad y generosidad ante el suave y delicado susurro divino en su corazón en los años más mozos de su vida.
            Y al hallarse sin más, que con su propia verdad, tan ruin como la del peor pillo sobre la tierra, o más bajo aún, por ser conocedor de las cosas buenas y maravillosas de la vida, y por contar con la gracia divina, no había sido lo generoso que debería haber sido. Entonces, tiraba golpes al aire, al vacío, acompañado de injurias y maldiciones, y se daba puñetazos en las palmas de la mano. Pero la conciencia no le dejaba descansar porque le recriminaba a cada instante, a cada momento. Había perdido el sueño y las noches se le hacían infernalmente eternas. Y si quien está en buena compañía y en momentos muy agradables pide a Dios el detener el tiempo o por lo menos el retardarlo para prolongar sus vivencias que le hacen experimen­tar parte del cielo en la tierra; en su caso, había sido muchas las veces que con lágrimas en los ojos, y con cansancio y fatiga por la falta de sueño, había pedido al mismo Dios que le adelantase la cruel cadena del tiempo. Y una noche siguiente, y así, sucesiva­mente por días y semanas.
            No se podía negar, así, que entonces como el profeta Job se repetía: «¡Perezca el día en que nací, y la noche que dijo: «Un varón ha sido concebido!» El día aquel hágase tinieblas, no lo requiera Dios desde lo alto, ni brille sobre él la luz. Lo reclamen tinie­blas y sombras, un nublado se cierna sobre él, lo estre­mez­ca un eclipse. Sí, la oscuridad de él se apode­re, no se añada a los días del año, ni entre en la cuenta de los meses. Y aquella noche hágase inerte, impe­netrable a los clamores de alegría. Maldí­ganla los que maldicen el día, los dispuestos a despertar a Leviatán. Sean tinieblas las estrellas de su aurora, la luz espere en vano, y no vea los párpados del alba. Porque no me cerró las puertas del vientre donde estaba, ni ocultó a mis ojos el dolor. ¿Por qué no morí cuando salí del seno, o no expiré al salir del vientre? ¿Por qué me acogieron dos rodi­llas? ¿por qué hubo dos pechos para que mamara? Pues ahora descansa­ría tranquilo, dormiría ya en paz, con los reyes y los notables de la tierra, que se construyen soledades; o con los príncipes que poseen oro y llenan de plata sus moradas. O ni habría existido, como aborto oculta­do, como los fetos que no vieron la luz» (Job 3, 3-16).
            Porque, si antes todo había sido en su vida un huerto florido o un prado hermoso; todo relucía, el sol brillaba y calentaba, y se alegraba de ello; la rosa era hermosa y cualquier simple comida le resultaba un manjar al paladar nunca saboreado antes y lo disfrutaba a plenitud; ahora, ni la más bella canción le decía nada; ni el más noble y sincero gesto del amigo de siempre, que ignoraba la procesión que llevaba por dentro, le conmovía; y ni siquiera, se percataba que el mismo amigo fiel le era cercano como siempre. El más gustoso plato, por el que hacía algunos días atrás daba cualquier cosa por comer; ahora, le era igual el comerlo o el comer cualquiera otro, porque todos tenían el mismo gusto y sabor. Ya no había platos de platos, ni sabores de sabores, ni conversaciones de conversaciones. Le era igual hablar de cualquier tema, pues en todos estaba igualmente distraído y en todos se cansaba con facilidad. Y con cualquier pretexto perdía la paciencia. Y si antes tenía un trato dulce, cortés y amable, comenzaban a mudarse las relaciones e iban adquiriendo un ligero toque de hostilidad.
            Las palabras de los demás le herían. Las risas de los demás le resultaban burlas. Si los demás se acercaban para saludarlo pensaba, inmediatamente, que era para mostrar su compasión porque era objeto de lástima. Suponía que todos estaban enterados de su situación y que se gozaban de su fracaso. Pero una cosa si era cierta, en todo este proceso: nadie sabía lo que le pasaba, ni lo imaginaban, y tampoco les interesaba. Pero en esos momentos no pensaba más que en su mundo, y perdía la capacidad de mirar un poquito más allá de sus propias fronteras. Y si el infierno se comienza a pagar aquí en la tierra, tenía la plena seguridad que ya estaba comenzado a abonar el pago con sus sufrimientos.
            Sufría y se deseaba ardientemente la muerte. Deseaba desaparecer. Quería pasar al anonimato. Se arrepentía de haber hecho nombre o que lo nombraran. Se arrepentía de haber hecho cosas buenas alguna vez porque las malas de ahora opacaban a aquellas y las desmentían.
            Sí; prefería la muerte, porque era la escapatoria a la realidad. Porque aquí era donde se encontraba el centro de la cuestión: quería huir, y veía, que la muerte, por lo menos era la solución definitiva. Y volvía a experimentar la línea del sentimiento de la crisis de Job, a diferencia de que él si era justo: «Si digo: «Mi cama me consolará, compartirá mi lecho mis lamentos», con sueños entonces tú me espantas, me sobre­saltas con visiones. ¡Preferiría mi alma el estrangula­miento, la muerte más que mis dolores! Ya me disuelvo, no he de vivir por siem­pre; ¡déjame ya; sólo un soplo son mis días!» (Job. 7, 13-16).
            Era la desesperación y el deseo de la solución. El silencio le hacía mucho daño. En la soledad de la noche y en lo profundo de la conciencia había un constante reclamo de la mala acción. Le daban ganas de echar culpas a las circunstancias, a las demás personas, a la mala intención de lo otros. Lo hacía, pero, con todo y eso, no lograba calmar la conciencia que parecía decidida a no dar descanso hasta destruirlo. Cada día se le convertía en una angustia terrible. Un miedo lo invadía por todos lados: le daba miedo la soledad, y sin embargo, la amaba, al mismo tiempo; le daba miedo el recordar la acción que lo había perjudicado, pero la pensaba a menudo, sin poder evitarlo. Y volvía a lanzar golpes al vacío para maldecir las circuns­tan­cias adversas de su vida.
            Comenzaba a invadirle una sensación angustio­sa de haber fallado en la decisión hecha. Todas las vueltas y giros mentales que daba lo llevaban a pensar que sin duda no estaba para lo que actualmente era: “Rey”. Y comenzaban a fallar los cimientos de su existencia, porque significaba que no había sido ni jamás sería persona feliz y realizada; precisamente, porque había fallado desde el comienzo. Mil recuerdos lo visitaban y le turbaban el pensamiento. Todo le confirmaba que, de hecho, estaba equivocado desde el mismo inicio de la decisión. Y le dolía amargamente el saber y el pensar que hubiera sido así. Lo que significaba, igualmente, que tendría que comenzar de nuevo. Y sufría mucho, y más, todavía. Y era un sufrimiento que no le daba reposo ni calma. Un sufrimiento que le enflaquecía, tanto el alma como el cuerpo.
            Era un sufrimiento que le asfixiaba y que le ahogaba, a la vez. No encontraba respiro, no encontraba sosiego, no encontraba  palabra de consuelo, ni momento de felicidad. Todo  le llevaba a hacerse la idea que era, sencillamente, un «fracasado».
            Y esta era la parte que venía a dolerle más profundamente. Porque el que fuera torpe en el actuar o el que tuviera fallas, era natural. Y, era absurdo, por otra parte, decirse que ya era perfecto. Pero el pensar en la posibilidad de haberse equivocado era reconocer, prácticamente, que  había perdido el tiempo más hermoso de su vida. Toda una juventud entregada a un ideal que lo superaba, todos unos años bellos que pudo haberse dado en formar una fama y un nombre, sin necesidad de complicacio­nes sociales y morales. Lo que significaba que si era capaz de emprender otro estilo, dejándolo todo, a costa de un poco de tranquilidad de conciencia y un poco de paz mental, tendría que empezar de cero y de nada. Y esto le resultaba realmente terrible e insoportable.
            El pensar que había perdido el tiempo en todo a beneficio de nada le hacía sufrir. El pensar que todo el mundo había estado en sus manos y que pudo haber hecho una justa elección vital y que se había equivocado... Entonces, si que le resultaba desesperante y desconsoladora su propia situación. Y sentía ganas de enloquecer.
            Pensar que lo de los años de jóvenes fue sólo un sueño y un romanticismo sin sentido. Un sacrificio a una quimera, al aire, a nada, a la propia destrucción. El comprender que en él   se hacía, simplemente, la realización de la verdad evangélica de aquel hombre que empezó a construir y no fue capaz de terminar.
            Y no sabía, entonces, qué posición tomar: si la de Judas o la de Pedro. No había duda, ni mucho menos, que se encontraba arrepentido, pues los dos personajes igualmente lo estaban.

            Y no le quedaba más alternativa que tomar la de Pedro, porque la primera le era muy drástica, aunque no negaba, que sería la que más le convendría para huir de él mismo y de su realidad. 

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