PRIMERA REFLEXIÓN:
Desenmascaramiento: Carácter moral
En los días siguientes nuestro personaje había comenzado a atravesar
una etapa terrible de crisis personal. No hallaba tranquilidad consigo mismo.
No encontraba un verdadero punto de referencia para apoyarse, ni en quien
confiarse para desahogar su situación. Por otra parte, tampoco era el tipo de
persona que se abría con facilidad sobre sus asuntos personales. Más bien, era
muy reservado y prefería sufrir internamente. Contaba, sin embargo, con un
elemento muy positivo a su favor que era el de ser sensible interiormente y de
estar abierto a la verdad. Así ya tenía el elemento principal en una persona en
búsqueda de más.
Ya sabía que se había
equivocado. Y aquí comenzaba su lucha interior.
Dice el sabio adagio
que «se recoge lo que se siembra». Y por más vuelta que le demos a las causas y
circunstancias de nuestra vida pasada para pretender presentarlas diversas de
como en verdad son, descubriremos, sin lugar a dudas, que se cumple cabalmente
la filosofía del adagio. Si hemos sembrado el bien no podemos recoger lo
contrario. Así que por mil excusas que le buscaba a su situación no tenía más
alternativa que reconocer que estaba disfrutando de su propia cosecha según lo
que había sembrado. No quería entrar en detalles para especificar su situación
concreta, pues, Dios la sabía, y él mismo. No le interesaba que terceros la
supieran porque ¿le ayudarían o harían que su historia fuera diferente de lo
que era? No pasarían más allá de sentir lástima o compasión o vergüenza por él.
Y nada de eso le iba a ayudar, sino que, más bien, le llevaría a sentirse más
culpable de lo que realmente se sentía. Y ya era suficiente el continuo
reproche de conciencia que le robaba la paz, la tranquilidad y las ganas de
vivir. No era justo más sufrimientos.
Por lo pronto, sólo
tenía que reconocer, que era muy cierta y válida la enseñanza del evangelio de
que: «Nadie enciende una lámpara y
la cubre con una vasija, o la pone debajo de un lecho, sino que la pone sobre
un candelero, para que los que entren vean la luz. Pues nada hay oculto que no
quede manifiesto, y nada secreto que no venga a ser conocido y descubierto.
Mirad, pues, cómo oís; porque al que tenga, se le dará; y al que no tenga, aun
lo que crea tener se le quitará. », (Lc. 8, 16-18).
Realidad que en estos
precisos momentos se estaba cumpliendo en él. Porque, por mucha astucia que él
había creído tener, y creía gozarse de la estupidez de los demás; ahora,
precisamente, se le estaba volteando la moneda y se había desenmascarado la
verdad; porque él era el verdaderamente tonto. Porque no es astuto quien no prevé
las consecuencias de sus acciones sino quien quiere sacar partido de todo, sin
mirar más allá de sus mezquinas fronteras diarias. Y creyendo ser demasiado
afortunado de la vida por tantas bondades y plácemes inmediatos se deja enredar
en los mortales hilos de la lisonja. Bien ya lo ha comunicado la misma palabra
de Dios: el que desprecia las cosas
pequeñas, poco a poco caerá... Presentes y regalos ciegan los ojos de los
sabios, como bozal en boca ahogan los reproches. (Eclo. 19, 1; 20,
29). Porque, no hay duda, que como necio se solía decir para sus adentros, muy
lleno de sí mismo y de su propia ruina y destrucción, de la que se jactaba, sin
saber que se estaba creando su tumba. Así, decía, según la mentalidad del libro
del Eclesiástico: « ¿Quién me ve?;
la oscuridad me envuelve, las paredes me encubren, nadie me ve, ¿qué he de
temer?; el Altísimo no se acordará de mis pecados», (Eclo. 23, 18).
Y, como si fuera
poco, hacía aparentar todas sus acciones como normales. Nada le turbaba, ni el
más horrendo desacierto, pues no tenía conciencia de errar ni en lo más mínimo.
Y éste fue precisamente su gran equivocación, ya que de incomodarse al comienzo
por una mala acción, y de repetirse, sin consecuencias, se fue convirtiendo
como algo sin malicia, ni mala intención, como de hecho estaba convencido de
actuar. Pues de eso sí estaba plenamente convencido: de no dañar en absoluto a
nadie, ni de escandalizar a nadie. Cosa que era, precisamente, todo lo
contrario. Ya que todos se percataban de su falla y se la hacían pasar sin dar
mayores preocupaciones aparentes, por supuesto, pues no existía por lo menos
uno que después no le sacara en cara su error. Precisamente, esos mismos que le
consentían y hasta le halagaban de lo que hacía, se le convirtieron en sus
propios jueces encarnecidos y voraces sin más objetivos que el eliminarlo
moralmente. Por lo menos, así le veía y sentía.
Porque, no se debe
negar, por otra parte, que si no le hubiesen acusado y no le hubiesen
desenmascarado, como lo hiciera el profeta Natán, hubiera continuado en sus
andanzas, con toda la tranquilidad, por considerar que no actuaba mal, ni en lo
más mínimo. Al menos, no tenía conciencia de ello y mucho menos de pecado.
Pero ya bien lo dice
la parte del evangelio citada anteriormente: «nada hay oculto que no quede manifiesto, y nada secreto que no venga a
ser conocido y descubierto. », (Luc. 8, 16). Él que se hinchaba de su
astucia y de su sagacidad y se olvidaba de la sabiduría divina, como reza en el
libro sagrado: «lo que teme son los
ojos de los hombres; no sabe que los ojos del Señor son diez mil veces más
brillantes que el sol, que observan todos los caminos de los hombres y
penetran los rincones más ocultos. Antes de ser creadas, todas las cosas le
eran conocidas, y todavía lo son después de acabadas. En las plazas de la
ciudad será éste castigado, será apresado donde menos lo esperaba»,
(Eclo. 23, 19-21).
Nada había sido peor para él, para su mayor desconsuelo,
que la aplicación de la segunda parte de la sentencia evangélica de Lucas, de: «Mirad, pues, cómo oís; porque al que tenga,
se le dará; y al que no tenga, aun lo que crea tener se le quitará.»,
(Lc. 8, 18). Pues se le había olvidado de lo que tenía, y, a duras penas,
conservaba, por pura misericordia de Dios, era un regalo suyo y un don, sin
mérito de su parte, pero al que debía corresponder con la mayor fidelidad
posible por haber respondido con libertad y generosidad ante el suave y
delicado susurro divino en su corazón en los años más mozos de su vida.
Y al hallarse sin
más, que con su propia verdad, tan ruin como la del peor pillo sobre la tierra,
o más bajo aún, por ser conocedor de las cosas buenas y maravillosas de la
vida, y por contar con la gracia divina, no había sido lo generoso que debería
haber sido. Entonces, tiraba golpes al aire, al vacío, acompañado de injurias y
maldiciones, y se daba puñetazos en las palmas de la mano. Pero la conciencia
no le dejaba descansar porque le recriminaba a cada instante, a cada momento.
Había perdido el sueño y las noches se le hacían infernalmente eternas. Y si
quien está en buena compañía y en momentos muy agradables pide a Dios el
detener el tiempo o por lo menos el retardarlo para prolongar sus vivencias que
le hacen experimentar parte del cielo en la tierra; en su caso, había sido
muchas las veces que con lágrimas en los ojos, y con cansancio y fatiga por la
falta de sueño, había pedido al mismo Dios que le adelantase la cruel cadena
del tiempo. Y una noche siguiente, y así, sucesivamente por días y semanas.
No se podía negar,
así, que entonces como el profeta Job se repetía: «¡Perezca el día en que nací, y la noche que dijo: «Un varón ha sido
concebido!» El día aquel hágase tinieblas, no lo requiera Dios desde lo alto,
ni brille sobre él la luz. Lo reclamen tinieblas y sombras, un nublado se
cierna sobre él, lo estremezca un eclipse. Sí, la oscuridad de él se apodere,
no se añada a los días del año, ni entre en la cuenta de los meses. Y aquella
noche hágase inerte, impenetrable a los clamores de alegría. Maldíganla los
que maldicen el día, los dispuestos a despertar a Leviatán. Sean tinieblas las
estrellas de su aurora, la luz espere en vano, y no vea los párpados del alba.
Porque no me cerró las puertas del vientre donde estaba, ni ocultó a mis ojos
el dolor. ¿Por qué no morí cuando salí del seno, o no expiré al salir del
vientre? ¿Por qué me acogieron dos rodillas? ¿por qué hubo dos pechos para que
mamara? Pues ahora descansaría tranquilo, dormiría ya en paz, con los reyes y
los notables de la tierra, que se construyen soledades; o con los príncipes que
poseen oro y llenan de plata sus moradas. O ni habría existido, como aborto ocultado,
como los fetos que no vieron la luz» (Job 3, 3-16).
Porque, si antes todo
había sido en su vida un huerto florido o un prado hermoso; todo relucía, el
sol brillaba y calentaba, y se alegraba de ello; la rosa era hermosa y
cualquier simple comida le resultaba un manjar al paladar nunca saboreado antes
y lo disfrutaba a plenitud; ahora, ni la más bella canción le decía nada; ni el
más noble y sincero gesto del amigo de siempre, que ignoraba la procesión que
llevaba por dentro, le conmovía; y ni siquiera, se percataba que el mismo amigo
fiel le era cercano como siempre. El más gustoso plato, por el que hacía
algunos días atrás daba cualquier cosa por comer; ahora, le era igual el
comerlo o el comer cualquiera otro, porque todos tenían el mismo gusto y sabor.
Ya no había platos de platos, ni sabores de sabores, ni conversaciones de
conversaciones. Le era igual hablar de cualquier tema, pues en todos estaba
igualmente distraído y en todos se cansaba con facilidad. Y con cualquier
pretexto perdía la paciencia. Y si antes tenía un trato dulce, cortés y amable,
comenzaban a mudarse las relaciones e iban adquiriendo un ligero toque de
hostilidad.
Las palabras de los
demás le herían. Las risas de los demás le resultaban burlas. Si los demás se
acercaban para saludarlo pensaba, inmediatamente, que era para mostrar su
compasión porque era objeto de lástima. Suponía que todos estaban enterados de
su situación y que se gozaban de su fracaso. Pero una cosa si era cierta, en
todo este proceso: nadie sabía lo que le pasaba, ni lo imaginaban, y tampoco
les interesaba. Pero en esos momentos no pensaba más que en su mundo, y perdía
la capacidad de mirar un poquito más allá de sus propias fronteras. Y si el
infierno se comienza a pagar aquí en la tierra, tenía la plena seguridad que ya
estaba comenzado a abonar el pago con sus sufrimientos.
Sufría y se deseaba
ardientemente la muerte. Deseaba desaparecer. Quería pasar al anonimato. Se
arrepentía de haber hecho nombre o que lo nombraran. Se arrepentía de haber
hecho cosas buenas alguna vez porque las malas de ahora opacaban a aquellas y
las desmentían.
Sí; prefería la
muerte, porque era la escapatoria a la realidad. Porque aquí era donde se
encontraba el centro de la cuestión: quería huir, y veía, que la muerte, por lo
menos era la solución definitiva. Y volvía a experimentar la línea del
sentimiento de la crisis de Job, a diferencia de que él si era justo: «Si digo: «Mi cama me consolará, compartirá mi
lecho mis lamentos», con sueños entonces tú me espantas, me sobresaltas con
visiones. ¡Preferiría mi alma el estrangulamiento, la muerte más que mis
dolores! Ya me disuelvo, no he de vivir por siempre; ¡déjame ya; sólo un soplo
son mis días!» (Job. 7, 13-16).
Era la desesperación
y el deseo de la solución. El silencio le hacía mucho daño. En la soledad de la
noche y en lo profundo de la conciencia había un constante reclamo de la mala
acción. Le daban ganas de echar culpas a las circunstancias, a las demás
personas, a la mala intención de lo otros. Lo hacía, pero, con todo y eso, no
lograba calmar la conciencia que parecía decidida a no dar descanso hasta
destruirlo. Cada día se le convertía en una angustia terrible. Un miedo lo
invadía por todos lados: le daba miedo la soledad, y sin embargo, la amaba, al
mismo tiempo; le daba miedo el recordar la acción que lo había perjudicado,
pero la pensaba a menudo, sin poder evitarlo. Y volvía a lanzar golpes al vacío
para maldecir las circunstancias adversas de su vida.
Comenzaba a invadirle
una sensación angustiosa de haber fallado en la decisión hecha. Todas las
vueltas y giros mentales que daba lo llevaban a pensar que sin duda no estaba
para lo que actualmente era: “Rey”.
Y comenzaban a fallar los cimientos de su existencia, porque significaba que no
había sido ni jamás sería persona feliz y realizada; precisamente, porque había
fallado desde el comienzo. Mil recuerdos lo visitaban y le turbaban el
pensamiento. Todo le confirmaba que, de hecho, estaba equivocado desde el mismo
inicio de la decisión. Y le dolía amargamente el saber y el pensar que hubiera
sido así. Lo que significaba, igualmente, que tendría que comenzar de nuevo. Y
sufría mucho, y más, todavía. Y era un sufrimiento que no le daba reposo ni
calma. Un sufrimiento que le enflaquecía, tanto el alma como el cuerpo.
Era un sufrimiento
que le asfixiaba y que le ahogaba, a la vez. No encontraba respiro, no
encontraba sosiego, no encontraba
palabra de consuelo, ni momento de felicidad. Todo le llevaba a hacerse la idea que era,
sencillamente, un «fracasado».
Y esta era la parte
que venía a dolerle más profundamente. Porque el que fuera torpe en el actuar o
el que tuviera fallas, era natural. Y, era absurdo, por otra parte, decirse que
ya era perfecto. Pero el pensar en la posibilidad de haberse equivocado era reconocer,
prácticamente, que había perdido el
tiempo más hermoso de su vida. Toda una juventud entregada a un ideal que lo
superaba, todos unos años bellos que pudo haberse dado en formar una fama y un
nombre, sin necesidad de complicaciones sociales y morales. Lo que significaba
que si era capaz de emprender otro estilo, dejándolo todo, a costa de un poco
de tranquilidad de conciencia y un poco de paz mental, tendría que empezar de
cero y de nada. Y esto le resultaba realmente terrible e insoportable.
El pensar que había
perdido el tiempo en todo a beneficio de nada le hacía sufrir. El pensar que
todo el mundo había estado en sus manos y que pudo haber hecho una justa
elección vital y que se había equivocado... Entonces, si que le resultaba
desesperante y desconsoladora su propia situación. Y sentía ganas de
enloquecer.
Pensar que lo de los
años de jóvenes fue sólo un sueño y un romanticismo sin sentido. Un sacrificio
a una quimera, al aire, a nada, a la propia destrucción. El comprender que en
él se hacía, simplemente, la
realización de la verdad evangélica de aquel hombre que empezó a construir y no
fue capaz de terminar.
Y no sabía, entonces,
qué posición tomar: si la de Judas o la de Pedro. No había duda, ni mucho
menos, que se encontraba arrepentido, pues los dos personajes igualmente lo
estaban.
Y no le quedaba más
alternativa que tomar la de Pedro, porque la primera le era muy drástica,
aunque no negaba, que sería la que más le convendría para huir de él mismo y de
su realidad.