TERCERA REFLEXIÓN:
Sufrir y llorar: el proceso de la madurez
Sentía que si en la vida todo fuera tan sencillo como aquello del
dicho popular de «borrón y cuenta nueva», sin duda, que no sería difícil el
vivir. Pero no era tan simple. Por más que se dijera, mentalmente, que no había
sido gran cosa su propia falta; por más que tratara de decirse que «después de
la tormenta viene la calma» y que «más allá de las nubes sigue brillando el
sol»; por más que se dijera todo eso, había un sentimiento de culpa que no se
le separaba jamás.
Era un dolor que le
dolía allá, en lo más profundo de lo profundo de su ser. Allá, donde no llegaba
una palabra de aliento, ni un gesto de consuelo, ni una sonrisa sincera. Allá,
más allá, de no se sabía dónde y que no sabía precisar, pero que sentía, vivía
y que consumía desesperadamente su existencia. Allá, en ese sitio donde se
ubicaban las ganas de vivir y su razón de ser y que no encontraba la forma, ni
la imagen, ni la manera de explicar. Allá como en «el más abajo» todavía «del
más abajo» que se encuentra en el ser mismo. Tal vez se trataba del alma, pero
lo que si sabía decir era que era mucho más allá de cualquier sitio ubicable de
su existencia. Se trataba de un sitio muy dentro de él mismo, que ni él mismo
era capaz de percibir, sino a momentos fugaces, como un relámpago o un rayo, o
algo parecido... ¡Explíquelo quien sea capaz y pueda!...
Se trataba de la
profundidad misma de la misma profundidad. Era, más bien, de un intento de
expresar lo que a veces no podía
explicar con simples palabras o imágenes, pero que sentía igualmente.
Así, en ese
escondrijo más escondido de lo escondido mismo, se hallaba ese sentimiento de
culpa que le iba minando las ganas de vivir con el más mínimo de alegría.
Perdía toda esperanza, toda ilusión. Y por el contrario, un sentimiento de gran
pesimismo lo invadía. Una gran tristeza se iba adueñando de su ser. Y tenía que
vivir así. Y no había mayor sufrimiento que vivir descontento consigo mismo.
No había refugio
capaz de esconder, no había palabra lo suficientemente alentadora para
levantarlo; no había amigo lo suficientemente influyente y hábil para
estimularlo; no había recuerdo bello y apto de alegrarle los días pasados. Todo
era penumbra, todo era oscuridad, todo era vacío. Y lo peor de todo, era que
todo era sencillamente «aterrador»: el pasado, los recuerdos, el futuro que
pensaba vendría, su mente, sus proyectos, sus relaciones con los demás; en fin,
él mismo.
Entonces, gritaba de
desesperación en la soledad de la noche ante los continuos desvelos. Porque, si
hubiese podido dormir, por lo menos, las cosas se le harían menos pesadas. Mas,
por el contrario, hasta el sueño lo traicionaba. Gritaba al silencio para
espantarlo, queriendo con ello espantar igualmente, la voz de la conciencia.
Gritaba a Dios, en un grito desgarrador, y sentía que las lágrimas no eran,
sino mismas gotas de sangre, que salían de lo más profundo de su dolor.
Lloraba como un niño
y se preguntaba el por qué. Sin duda, que encontraba respuestas a su situación
y la tenía plenamente ubicada. Nunca la había negado. Pero tampoco se negaba
que no había habido mala intención de su parte. Que había sucedido lo que lo
tenía en terrible realidad, no había sido, sino por falta de experiencia, de
previsión, de malicia. Y, entonces, sufría más por su estúpida ingenuidad y por
su exceso de buena voluntad y simplicidad de vivir la vida. Y se maldecía una y
mil veces.
Sentía, por eso
mismo, que la gente se burlaba. Y ahora entendía que era justa su burla, pero,
con todo y eso, le dolía mucho. Y, entonces, decía como el salmista y con el
salmista:
«De
nuestros vecinos nos haces la irrisión,
burla y escarnio de nuestros
circundantes,
mote nos haces entre las naciones,
meneo de cabeza entre los pueblos.
Todo el día mi ignominia está ante
mí,
la vergüenza cubre mi semblante,
bajo los gritos de insulto y de
blasfemia,
ante la faz del odio y la
venganza.
Nos llegó todo esto sin haberte
olvidado,
sin haber traicionado tu alianza»,
(Salmo,
44, 14-18).
Y, desde entonces,
había comenzado, terriblemente desconsolado y desubicado, a pedir perdón y a
dirigirse a Dios, que tuviera misericordia de él. Nunca antes el espíritu de
los salmos le habían parecido tan propio para él. Era, ahora, cuando comenzaba
a sentir que los salmos eran parte de su propia realidad desgarradora. Así, el
número 51 resonaba insistentemente en su mente y comenzaba a tener sentido y
valor:
Tenme piedad, oh Dios, según tu amor,
por tu inmensa ternura borra mi delito,
lávame a fondo de mi culpa,
y de mi pecado purifícame.
Pues mi delito yo lo reconozco,
mi pecado sin cesar está ante mí;
contra ti, contra ti solo he pecado,
lo malo a tus ojos cometí.
Por que aparezca tu justicia cuando hablas
y tu victoria cuando juzgas.
Mira que en culpa ya nací,
pecador me concibió mi madre.
Mas tú amas la verdad en lo íntimo del ser,
y en lo secreto me enseñas la sabiduría.
Rocíame con el hisopo, y seré limpio,
lávame, y quedaré más blanco que la nieve.
Devuélveme el son del gozo y la alegría,
exulten los huesos que machacaste tú.
Retira tu faz de mis pecados,
borra todas mis culpas.
Crea en mí, oh Dios, un puro corazón,
un espíritu firme dentro de mí renueva;
no me rechaces lejos de tu rostro,
no retires de mí tu santo espíritu.
Vuélveme la alegría de tu salvación,
y en espíritu generoso afiánzame;
enseñaré a los rebeldes tus caminos,
y los pecadores volverán a ti.
Líbrame de la sangre, Dios, Dios de mi
salvación, y aclamará mi lengua tu justicia;
abre, Señor, mis labios,
y publicará mi boca tu alabanza.
Pues no te agrada el sacrificio,
si ofrezco un holocausto no lo aceptas.
El sacrificio a Dios es un espíritu contrito;
un corazón contrito y humillado, oh Dios, no
lo desprecias.
¡Favorece a Sión en tu benevolencia,
reconstruye las murallas de Jerusalén!
Entonces te agradarán los sacrificios justos,
‑ holocausto y oblación entera ‑
se ofrecerán entonces sobre tu altar novillos»,
(Salmo 51, 3-21).
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