jueves, 8 de junio de 2017

Sufrir y llorar: el proceso de la madurez

 

TERCERA  REFLEXIÓN:


Sufrir y llorar: el proceso de la madurez






           Sentía que si en la vida todo fuera tan sencillo como aquello del dicho popular de «borrón y cuenta nueva», sin duda, que no sería difícil el vivir. Pero no era tan simple. Por más que se dijera, mentalmente, que no había sido gran cosa su propia falta; por más que tratara de decirse que «después de la tormenta viene la calma» y que «más allá de las nubes sigue brillando el sol»; por más que se dijera todo eso, había un sentimiento de culpa que no se le separaba jamás.
            Era un dolor que le dolía allá, en lo más profundo de lo profundo de su ser. Allá, donde no llegaba una palabra de aliento, ni un gesto de consuelo, ni una sonrisa sincera. Allá, más allá, de no se sabía dónde y que no sabía precisar, pero que sentía, vivía y que consumía desesperadamente su existencia. Allá, en ese sitio donde se ubicaban las ganas de vivir y su razón de ser y que no encontraba la forma, ni la imagen, ni la manera de explicar. Allá como en «el más abajo» todavía «del más abajo» que se encuentra en el ser mismo. Tal vez se trataba del alma, pero lo que si sabía decir era que era mucho más allá de cualquier sitio ubicable de su existencia. Se trataba de un sitio muy dentro de él mismo, que ni él mismo era capaz de percibir, sino a momentos fugaces, como un relámpago o un rayo, o algo parecido... ¡Explíquelo quien sea capaz y pueda!...
            Se trataba de la profundidad misma de la misma profundidad. Era, más bien, de un intento de expresar lo que a veces no  podía explicar con simples palabras o imágenes, pero que sentía igualmente.
            Así, en ese escondrijo más escondido de lo escondido mismo, se hallaba ese sentimiento de culpa que le iba minando las ganas de vivir con el más mínimo de alegría. Perdía toda esperanza, toda ilusión. Y por el contrario, un sentimiento de gran pesimismo lo invadía. Una gran tristeza se iba adueñando de su ser. Y tenía que vivir así. Y no había mayor sufrimiento que vivir descontento consigo mismo.
            No había refugio capaz de esconder, no había palabra lo suficientemente alentadora para levantarlo; no había amigo lo suficientemente influyente y hábil para estimularlo; no había recuerdo bello y apto de alegrarle los días pasados. Todo era penumbra, todo era oscuridad, todo era vacío. Y lo peor de todo, era que todo era sencillamente «aterrador»: el pasado, los recuerdos, el futuro que pensaba vendría, su mente, sus proyectos, sus relaciones con los demás; en fin, él mismo.
            Entonces, gritaba de desesperación en la soledad de la noche ante los continuos desvelos. Porque, si hubiese podido dormir, por lo menos, las cosas se le harían menos pesadas. Mas, por el contrario, hasta el sueño lo traicionaba. Gritaba al silencio para espantarlo, queriendo con ello espantar igualmen­te, la voz de la conciencia. Gritaba a Dios, en un grito desgarra­dor, y sentía que las lágrimas no eran, sino mismas gotas de sangre, que salían de lo más profundo de su dolor.
            Lloraba como un niño y se preguntaba el por qué. Sin duda, que encontraba respuestas a su situación y la tenía plenamente ubicada. Nunca la había negado. Pero tampoco se negaba que no había habido mala intención de su parte. Que había sucedido lo que lo tenía en terrible realidad, no había sido, sino por falta de experiencia, de previsión, de malicia. Y, entonces, sufría más por su estúpida ingenuidad y por su exceso de buena voluntad y simplicidad de vivir la vida. Y se maldecía una y mil veces.
            Sentía, por eso mismo, que la gente se burlaba. Y ahora entendía que era justa su burla, pero, con todo y eso, le dolía mucho. Y, entonces, decía como el salmista y con el salmista:

«De nuestros vecinos nos haces la irrisión,
 burla y escarnio de nuestros circundantes,           
mote nos haces entre las nacio­nes,            
meneo de cabeza entre los pueblos.
Todo el día mi ignominia está ante mí,
la vergüenza cubre mi semblante,
bajo los gritos de insulto y de blasfemia,
ante la faz del odio y la venganza.
Nos llegó todo esto sin haberte olvidado,
sin haber traicionado tu alianza»,
            (Salmo, 44, 14-18).

            Y, desde entonces, había comenzado, terriblemente desconsolado y desubicado, a pedir perdón y a dirigirse a Dios, que tuviera misericordia de él. Nunca antes el espíritu de los salmos le habían parecido tan propio para él. Era, ahora, cuando comenzaba a sentir que los salmos eran parte de su propia realidad desgarrado­ra. Así, el número 51 resonaba insistentemente en su mente y comenzaba a tener sentido y valor:

Tenme piedad, oh Dios, según tu amor,
por tu inmensa ternura borra mi delito,
lávame a fondo de mi culpa,
y de mi pecado purifícame.
Pues mi delito yo lo reconozco,
mi pecado sin cesar está ante mí;
contra ti, contra ti solo he pecado,
lo malo a tus ojos cometí.

Por que aparezca tu justicia cuando hablas
y tu victoria cuando juzgas.

Mira que en culpa ya nací,
pecador me concibió mi madre.

Mas tú amas la verdad en lo íntimo del ser,
y en lo secreto me enseñas la sabiduría.

Rocíame con el hisopo, y seré limpio,
lávame, y quedaré más blanco que la nieve.
Devuélveme el son del gozo y la alegría,
exulten los huesos que machacaste tú.

Retira tu faz de mis pecados,
borra todas mis culpas.

Crea en mí, oh Dios, un puro corazón,
un espíritu firme dentro de mí renueva;
no me rechaces lejos de tu rostro,
no retires de mí tu santo espíritu.

Vuélveme la alegría de tu salvación,
y en espíritu generoso afiánzame;
enseñaré a los rebeldes tus caminos,
y los pecadores volverán a ti.

Líbrame de la sangre, Dios, Dios de mi
salvación, y aclamará mi lengua tu justicia;
abre, Señor, mis labios,
y publicará mi boca tu alabanza.

Pues no te agrada el sacrificio,
si ofrezco un holocausto no lo aceptas.
El sacrificio a Dios es un espíritu contrito;
un corazón contrito y humillado, oh Dios, no
lo desprecias.

¡Favorece a Sión en tu benevolencia,
reconstruye las murallas de Jerusalén!

Entonces te agradarán los sacrificios justos,
‑ holocausto y oblación entera ‑
se ofrecerán entonces sobre tu altar novillos»,

(Salmo 51, 3-21).

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